Todo esto pasó la mañana del miércoles y duró solo un momento, como ocurre normalmente con estas cosas. Estaba conduciendo mientras al fondo veía las montañas del lugar en el que crecí; las manos en el volante y, a lo lejos, todavía podía ver la nieve en las cumbres. Mi profesor de autoescuela hablaba de política sin que yo le hiciera mucho caso cuando en la radio empezó a sonar algo que reconocí, algo que parecía atravesar el tiempo y el espacio, que parecía llegar de otra época. Empezó a sonar Piano Man, de Billy Joel. Y Billy Joel, con esa voz que suena como un recuerdo, cantó: «Son, can you play me a memory? / I'm not really sure how it goes / But it's sad and it's sweet and I knew it complete / When I wore a younger man's clothes».
Entonces recordé a aquella señora que vi en verano, en la costa. Gafas de sol grandes y oscuras que le tapaban la mitad de la cara, bebía un Bitter Kas en una terraza frente al mar. En su camiseta estaba impresa la partitura de The Sound of Silence de Simon & Garfunkel. Recordé también los fuegos artificiales iluminando el cielo, aquella noche de fiestas en mi ciudad. Habíamos cenado algo en uno de los puestos del Parque San Francisco, aunque no recuerdo el qué. Volvíamos a casa. También recordé aquel juego en el que planeábamos en qué lugar de nuestro piso nos colocaríamos en caso de que hubiese un terremoto. Decidimos que nada de escondernos debajo de la mesa de cristal, que lo mejor sería quedarse de pie bajo los marcos de las puertas. Después, seguramente, bailamos en el salón. Recordé aquella noche en la que nos presentamos con nombres inventados a un par de desconocidos. Esa misma madrugada terminamos comiendo una porción de pizza sentados en el suelo con una chica de otro país —no recuerdo cuál— a la que recogimos después de encontrarla discutiendo con un hombre que parecía agresivo. Al terminar, la chica nos dio las gracias y se fue a su casa.
Entonces, Billy Joel cantó: «Yes, they're sharing a drink they call loneliness / But it's better than drinkin' alone», y miré hacia las montañas, las mismas montañas que he visto tantas veces, y sentí el escalofrío, y tuve ganas de llorar. No de tristeza sino de emoción, porque pensé que la vida es preciosa y terrible al mismo tiempo y que he podido ver ambas. Todo se acaba enseguida.
Justo cuando a mi profesor de autoescuela se le estaba poniendo acento murciano y la cara de C., tuve que volver a concentrarme en los pedales para no estrellar el coche, y esos recuerdos se esfumaron otra vez, como humo, y la canción se convirtió en un murmullo. Supongo que lo que quiero decir con todo esto es que las personas se nos aparecen de vez en cuando, a veces sin esperarlo, a veces solo un momento. A veces en la camiseta de una señora en la costa, a veces en los fuegos artificiales de la feria de tu ciudad, a veces en una de las mejores canciones de la historia. Qué suerte, ¿no? Ser recordado en una canción tan buena. Dejar una huella como esa. Eso solo lo consiguen los mejores.