Vacío el armario: jerséis, camisetas, abrigos, pantalones. Sobre mi cama una montaña de ropa me devuelve la mirada y me juzga ligeramente, o al menos refleja mi propia autocrítica, o más bien la de mi madre, que observa la montaña con los brazos cruzados, a mi lado. Ambos sabemos que empieza un reto: estamos a punto de discutir, de desesperarnos, de intentar ponernos de acuerdo, de reírnos, de quedarnos unos segundos en silencio intentando adivinar qué piensa el otro respecto a una u otra camiseta.
Repaso una a una cada prenda de ropa: la chaqueta de cuero que tanto me gustaba y que a principio de verano se estropeó en la lavadora, la camiseta de Arctic Monkeys en la que me gasté mi paga cuando tenía 15 años y que se convirtió en mi uniforme durante aquellos meses, el jersey de mi bisabuelo Salvador que rescaté antes de que se deshicieran de él —del jersey, no de mi bisabuelo, nadie se «deshizo» de mi bisabuelo— y que me pongo cuando fuera hace un frío insoportable, las camisetas que le he ido robando a mi padre a lo largo de los años para ponerme solo cuatro o cinco veces, los pantalones que siempre están arrugados porque son muy difíciles de doblar y normalmente no le dedico más de dos movimientos rápidos, esa camiseta de manga larga y color azul eléctrico que compré con C. cuando todavía éramos inseparables, la sudadera gris que me regaló mi hermana porque se confundió con la talla al pedirla por internet.
Podré parecer superficial, frívolo, un snob, pero la verdad es que al probarme la ropa y mirarme al espejo pienso: ¿Me apetece pasear a esta persona por la calle? ¿Me cae bien? ¿Es esto lo que quiero ser? ¿Sigo siendo esta persona? ¿Quiero que sea así como me ven los demás? De vez en cuando la respuesta es sí. Otras veces es más complicado. Otras veces me descubro a mí mismo deseando en secreto que algo me quede pequeño para no tener otra opción que deshacerme de lo que sea, porque sé que de otra forma no seré capaz, aunque me parezca horrible o sepa que no tengo ningunas ganas de ponérmelo. Sé que lo guardaré para siempre pensando que algún día, un día que nunca estoy seguro de si llegará, lo necesitaré desesperadamente. Mi madre dice que tengo un problema de apego, yo estoy de acuerdo con ella, pero saberlo no lo hace más fácil de superar. Pienso: «¿Y si la persona en la que me convierto cuando termine de convertirme en la versión definitiva de la persona en la que se supone que me tengo que convertir se pondría esta camiseta?». Parece que lo que digo no tiene sentido, pero lo tiene.
El otro día estaba viendo la serie Somebody Somewhere, y dijeron esta frase: «No sé cuándo crees que va a empezar la vida real, pero la vida real es esto, ahora mismo». Un puñetazo en el estómago. Quizá sería más importante hablar de eso que hablar de ropa, quién sabe, pero recorriendo mi armario pienso en todas las cosas que he sido y que ya no soy, en todos los lugares en los que he estado y a los que nunca he vuelto, en todas las cosas que he hecho y que no sé si volveré a hacer. Y pienso en todo a lo que renuncio al deshacerme de ese pasado que se pega a la ropa y que la condena, la hace irrecuperable a veces y otras veces la bendice —condenada, en cualquier caso—, y pienso en las versiones de mí mismo que dejo atrás. Y entonces encuentro el valor para deshacerme de un puñado de cosas, y guardo las que todavía no estoy preparado para abandonar, las guardo igual que los egipcios guardaban a las momias, al menos hasta la próxima vez.
me ha encantado mucho, mucho. me he sentido identificada y me has dado una idea para escribir🧡
Y por eso es tan interesante hablar de ropa, te ayuda a trazar tu línea de vida💕 es un pretexto muy guay